Querida Menorca,

La Baleares Minor. La Minórica. La hermana pequeña que parece llegar tarde a todo (¿te acuerdas cuando eras capaz de vivir tan solo de la lana, los quesos, el calzado y la artesanía?), pero que en realidad acaba siendo la primera de la clase (mediterránea) por haber sabido conservar su esencia y sus tradiciones.

Adoro tu autenticismo, pero también tu mezcolanza. Tus taulas, esos santuarios que –después de que emergieras del fondo del mar– la cultura talayótica levantó por toda la isla. Tus ciudades cartaginesas Jamma (Ciudadela) y Magon (Mahón), de las que partieron rumbo a las guerras púnicas los temidos honderos baleares y que todavía, a día de hoy, compiten en belleza y costumbrismo. ¡Ay! Cómo les gusta a los ingleses sembrar la discordia… como sembraron en ti parte de la flema británica con su presencia.

También eres algo afrancesada y los sabes, sobre todo cuando tomamos el ‘velo’, no el árabe (por más que en el pasado fueras una taifa), sino ‘la bicicleta’ para recorrer alguno de los 20 tramos de tu querido Camí de Cavalls y así descubrir –entre algarrobos, almendros, higueras y olivos– tu escarpada costa: cap de Favàritx (donde el imponente faro compite con la riqueza ecológica de Cós des Síndic), Cala Tirant y sus aves protegidas (petirrojos y estorninos en invierno y golondrinas y vencejos en verano), el perfil peinado por el viento de tramontana de Cala Morell o los barrancos de Cala en Turqueta y Cala Galdana.

Eres única y diferente, como una perfecta acuarela en la que al pintor se le ha ido la mano (y los sentimientos) hacia el cian. Kiku Poch es uno de esos artistas que tan bien te ha sabido retratar: serena, mecida por el mar y abrasada por el sol y la sal (¡cómo olvidar sus barcas de pescadores y sus casitas encaladas coloreadas por las flores mediterráneas). Más figurativo es tu vecino Matíes Quetglas, pero sé que le aprecias mucho y por ello guardas obras suyas en el Consejo Insular de Menorca y exhibes su escultura Talia junto al Teatro Principal de Mahón, el teatro de ópera más antiguo de España.

Otra obra de arte que no puedo nunca dejar de admirar, en este caso esculpida por la naturaleza, es tu monte Toro, la montaña más alta de la isla con sus escasos con 358 msnm. Porque así eres tú, llana, accesible, sin sin más recovecos que los que se esconden en tus incontables y rocosas calas: Cala Morell y las cuevas de su necrópolis pretalayótica, la recóndita Talaie que es una postal de arena blanca y aguas turquesas y Cala en Forcat, donde saltar al mar directamente desde sus plataformas de roca pulida.

Amo tu sabor a tierra y sal. Amo tu gastronomía campesina y marinera, la que algunos llaman de supervivencia. ¡Ja! Me río yo. Ya quisieran ellos tener a su alcance tu mar y tu campo, desde donde llegan directamente a la mesa las materias primas de calidad que dan forma a tus embutidos, a tu queso de Mahón, a tu oliaigua con higos, a tus flaons rellenos o a tu caldereta de langosta. ¡Ojo! Que aquí también hay ensaimadas y otro postre que es la bomba… la coca bamba. 

Hay quienes piensan que te idolatro porque eres inaccesible (equidistante, más bien, casi a la misma distancia de la Península Ibérica, Argelia, Francia y Cerdeña). Pero eso no es así, lo que me ocurre es que cada vez que me separo de ti me siento en el Exilio, como el poema de Ponç Pons, uno de tus escritores más queridos: “Me escribo y me invento. / A cubierto, mientras flotan / las faldas del humo, pienso un pueblo en silencio / tranquilo cerca del mar, unas barcas a la sombra / de pinos y resol. Embocados, suciedad de ojos, serpentean naufragios”.