Querida Mallorca,

 

Tu recuerdo me persigue desde siempre. Mi primer avión, mi primer ferry, mi primera isla, las ensaimadas atadas con cordeles en la cinta del aeropuerto. El primer verano con amigos, un fin de semana romántico, las postales de calas turquesa y letras de colores… 

Amiga incondicional, siempre has estado allí, para cualquier plan, para cualquier momento; para adelantarme a la primavera varias semanas o para estirar los inviernos otras tantas. Para llenarme de verano y Mediterráneo o para cargarme de energía y luz para el resto del año.

 

Quizás una de las primeras memorias que guardo en mi cabeza es la de la imagen de la catedral de Santa María y su enorme rosetón, casi tocando las olas desde el Paseo Marítimo. Hasta entonces, solo había visto esos templos góticos y románicos en plazas de ciudades castellanas, acotados, rodeados de otros edificios, pero nunca en un enclave tan libre, tan mágico, tan único, como el que enmarca tu iglesia más monumental, entre el mar y la montaña. El mismo mar y la misma montaña que marcan tu clima casi siempre suave, y tu personalidad, marinera y serrana, y que hacen que siempre estés en los ránkings de los lugares con mayor calidad de vida. 

 

No hay  grandes misterios para ello. Ni fuegos artificiales ni magia. Solo pequeños placeres del día a día como pasear por las callejuelas laberínticas y las coquetas plazas del antiguo call, la judería medieval de Palma...  donde viejos ultramarinos conviven con tiendas de bicicletas, talleres de artesanos y hornos centenarios en los que cumplo, obediente, con la obligación de la merienda con ensaimada. Quizás sea mi plan preferido para la tarde de un día cualquiera en Palma. Quizás este haya empezado con una visita al mercado del Olivar, con un aperitivo con vemut y un “Variat” y alguna exposición en la Fundación March y pueda terminar con una cena al aire libre en el barrio de Santa Catalina y una copa en Garito. 

 

Corrijo, no termina. Porque tú no te acabas en la ciudad ni en los planes urbanitas. No me cansaré nunca de recorrerte entera, de San Jordi a Formentor. De seguir la carretera de la Sierra Tramuntana, con los paisajes de almendros, algarrobos, olivos y cipreses siempre en la retina, y de parar en cada uno de tus pueblos de piedra de marés con cualquier excusa. O sin ella. De conducir hasta Banyalbufar o Sa Foradada o, incluso, hasta Formentor, con el único objetivo de meterme las manos en los bolsillos y subirme la capucha y contemplar sus atardeceres hipnóticos; de dar una vuelta por Valldemosa, con su famosa Cartuja, e imaginar allí, haciendo lo propio, a una avanzadísima y provocadora George Sand, vestida con pantalones y fumando, ante la atónita mirada de sus habitantes, y –supongo– la diversión de su compañero, Chopin, hace ya algunas décadas.

Y desde allí, poner rumbo hasta Deia, ese pueblo con menos de un millar de almas en su censo y varias estrellas mundiales entre ellas, para un plan romántico en cualquiera de sus acepciones: cenar en alguno de sus restaurantitos o subir hasta su cementerio, donde descansa, entre otros, el escritor Robert Graves, con eternas vistas al mar. A ese Mediterráneo de tus playas y calas, ¡esas playas y calas! Ese secreto a voces que todos intentamos acallar para, pobres ilusos, dejar en petit comité. Para nadar, para andar, para navegar, para jugar… Una para cada ocasión, una para cada estado de ánimo, una para cada compañía. Cala Torta, Playa de Muro, Cala Mondragó, la recoleta Cala del Mago o la recóndita Cala Varques. La funambulista Sa Calobra o la polifacética Ses covetes, para un día de arena y baños y una tarde de música en directo y cervezas frescas… 

 

Todas ellas son esas perfectas perlas de majorica que forman tu collar, como también lo son tus pueblos de interior, con nombres tan evocadores como Orient, donde, cuando uno está bien enterado se refugia en verano para dormir más fresquito; Esporles, ese bonito rincón atravesado por un pequeño torrente; Capdepera, con su fortaleza medieval como de cuento de princesas y dragones, o Pollenca, ese delicioso conjunto de piedra, con su empinado calvario, que celebra los sábados su mercado, sus tiendas de telas de lenguas y de artesanía, que es una buena foto fija de lo que has sido y eres hoy. De ese recuerdo que siempre me acompaña para llenarme de verano y Mediterráneo o para cargarme de energía para el resto del año; que me acompaña siempre.