Los colores del cielo


Se suele decir que la tierra es el planeta azul. Y que toma este nombre del color de las aguas de los océanos. Pero, entonces, ¿por qué si llenamos una botella se ve un líquido transparente? La razón es que el agua no tiene color, sólo lo toma prestado del reflejo celestial. Un juego óptico que va más allá: tampoco el cielo es, en realidad, de ese color. Basta ver las fotografías que llegan desde la luna. Allí siempre es oscuro, como cualquier noche despejada en la tierra. La explicación la tienen los rayos solares. Éstos son de luz blanca, compuesta por todos los colores del arco iris. Cada uno tiene diferentes longitudes de onda, de un tamaño diez mil veces más pequeño que un milímetro. En el vacío, la luz del sol viaja en línea recta, pero cuando llega a la tierra choca contra los gases y elementos en suspensión que forman la atmósfera. Los colores que tienen longitudes de onda corta, como el azul y el violeta, no son capaces de superarlos y acaban siendo dispersados: es, precisamente, lo que hace que el cielo se tiña de ese color. A cambio, el amarillo, rojo o naranja –con longitudes de onda larga– son capaces de seguir su camino sin dispersión (por eso podemos ver el sol amarillo). Ese mismo efecto hace que los atardeceres se vuelvan rojizos. En dicho momento, el sol se encuentra en el punto más lejano y debe atravesar más capa de atmósfera. Ello hace que todos los colores se dispersen, siendo los de longitud de onda larga los últimos en hacerlo, como el rojo o el naranja, de ahí que el cielo los refleje. Lo mismo ocurre al amanecer. ¿Y el arco iris? Cuando los rayos solares llegan a la tierra y atraviesan una gota de agua, ésta descompone la luz blanca en los siete colores básicos. Su reflejo forma los llamativos arco iris que tanto nos atraen. Ignacio Sánchez | Periodista
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