No sé por qué, pero el mundo del mar está en la cola de nuestra concepción de patrimonio. Como viajero impenitente de barco, lo he pensado muchas veces. ¿Qué se ha hecho de aquellos buques que formaron parte de nuestra vida? ¿Cuál fue su destino final?
Los barcos de línea representan algo especial para los isleños. Constituyen una especie de embajada flotante, una segunda casa que une dos realidades tan antitéticas como la isla y el continente. Cuando uno sube en ellos desde la isla, ya está un poco fuera. Y viceversa. Guardas tantas vivencias de cada uno de esos barcos de línea...
Los sillones del salón, las diferentes cubiertas, incluso ese olor tan especial a cerrado, a combustible, a mueble un poco usado. Todo forma una constelación con nombres, viajes, añoranzas. Sin embargo, el barco desaparece un día y ya nunca vuelves a saber de él. Con suerte, años después lo descubres en otra línea, o transformado bajo otra denominación.
Si pudieras subir de nuevo a él, te embargarían todo tipo de imágenes y sensaciones del pasado, recuperarías una parte de tu sensibilidad que aunque marginal (siempre se recuerda más la estación final de un viaje que el trayecto en sí) tiene su importancia. Recuerdo un viaje de Eivissa a Formentera en el Arlequín rojo. Mi compañero de trayecto consideró un fastidio hacer un desplazamiento mucho más lento y demoroso que con los modernos rápidos. Pero yo estaba encantado. Olía a barco de verdad, respirabas el aroma recio del salitre, la espuma te saltaba al rostro. Te asomabas por aquellos ojos de buey tan pasados de moda. Incluso conservaba la vieja toldilla, tan añorada en las embarcaciones más recientes.
Y es que los barcos antiguos tenían otro sentido de la navegación. Eran menos democráticos, más clasistas. Había mucha más diferencia entre las clases pudientes y las modestas. Pero a cambio todo había sido diseñado con un estilo muy poco estándar. Pensando en las hipotéticas comodidades del viaje antañón, que consistían en sentarse en cubierta con una manta en las rodillas y ver pasar las gaviotas.
El mundo moderno nos fuerza a la limitación del tiempo, prima sobre todo la seguridad y la velocidad. Lo que está bien. Pero se pierde un poco aquel sentido de la navegación de otros tiempos. Ese devenir lento, gaviotero, tan despacioso como las formas y disformas de las nubes. Los barcos antiguos nos ofrecían sensaciones distintas. Por eso merecen un lugar en nuestras consideraciones patrimoniales, en nuestra historia y nuestra memoria. Viejos barcos que ya sólo navegan por las aguas calmadas, profundas, de tu recuerdo.