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Playas sin arena, el otro paraíso de Ibiza
Las playas de piedra no son para todo el mundo. A muchos no les gustan, pero otros las adoran. Por su intimidad, porque nunca están masificadas, porque no suele haber mares de hamacas, porque no vuelven a casa rebozados de arena… Los que aman estas calas saben que en la bolsa de playa no pueden faltar tres cosas: una toalla gordita, para amortiguar los bordes de las piedras bajo el cuerpo; unos escarpines, para proteger las plantas de los pies de las rocas de bordes afilados, y unas gafas de buceo, para no perderse el espectáculo de peces, pulpos, erizos y cangrejos que viven en el fondo rocoso. Es Colodar Son las cinco de la tarde en la playa de Es Codolar. Da igual si es invierno o pleno agosto. Apenas hay nadie. Sólo un cabo (Cap des Falcó) la separa de la popular Ses Salines. El sol del día ha calentado los cantos rodados. El agradable calor sube desde la planta de los pies. Sólo se oyen las olas del mar, a punto de comerse el sol en uno de los atardeceres más impactantes y diáfanos de la isla. [caption id="attachment_759" align="aligncenter" width="1000"] Autor: Sergio G. Cañizares[/caption] Se puede llegar desde dos puntos: la carretera que va a Es Jondal o el camino que pasa junto a los estanques salineros. Sea por donde sea la soledad está casi asegurada. En verano, en el centro de la playa de piedras, las voces de los clientes del chiringuito y el beach club suenan lejanas, casi como un gorjeo de pájaros. El agua es clara. Limpia. Para llegar a ella basta con caminar sobre las piedras más grandes y, ya en la orilla, aunque las olas sólo lleguen a las rodillas, lanzarse. Dejarse abrazar por el mar y nadar mar adentro. Bucear, sumergir la cabeza, escuchar el canto de las piedras, el roce de unas contra otras mecidas por el vaivén de las olas. Es Jondal [caption id="attachment_757" align="alignnone" width="1000"] Cala Jondal (autor: Sergio G. Cañizares)[/caption] A sólo unos kilómetros, casi perdida entre camas balinesas, sombrillas mastodónticas, barras, mesas y cabinas de discjockey está Es Jondal, la playa de piedras preferida por antiguas generaciones de ibicencos. Ahora, aquel rincón de aguas tranquilas y frías en el que los domingos se saludaban las familias que afrontaban el día de playa con neveras y fiambreras se ha convertido en una de las playas más fashion de la isla. Al principio de la bahía, casi pegado a los altos acantilados que la separan de Porroig, aún queda un rincón libre de hamacas y sombrillas. Un rincón en el que conviven códols (piedras o cantos rodados) y arena, donde estirar la toalla y contemplar la vida de playa. Ver, entre chapuzón y chapuzón, yates impresionantes, espectaculares bañistas en triquini, bandejas cargadas del champán más caro… Escuchar, enlazadas con el rumor del mar, las risas cristalinas de quienes convierten la playa en fiesta, y la música de los platos de mezclas al sol. Cala Olivera y Cala Salada Ni fashion, ni música, ni glamour. Quienes se sienten en la minúscula Cala Olivera (escondida en la urbanización de Roca Llisa) sólo verán mar, cielo y rocas. Y sólo escucharán el viento y el mar. De piedras pequeñas, los restos de posidonia sirven de colchón. Igual que la arena en Cala Salada, a sólo unos metros (y un camino complicado) de la bellísima Cala Saladeta, donde las piedras, casi grava, resuenan bajo los pies mientras se avanza hacia el horizonte. Cala Xuclar [caption id="attachment_758" align="alignnone" width="1000"] Cala Xuclar (autor: Sergio G. Cañizares)[/caption] Llegar a Cala des Xuclar, al norte de la isla, no es fácil. El camino que baja hasta la diminuta cala es empinado, apenas cabe un coche y hay alguna curva. El riesgo vale la pena. Metros de arena preceden a una orilla cuajada de pequeñas piedras. Arena para estirar la toalla. Piedras para disuadir a la mayoría. Llegar al agua y dejar que los pies se hundan entre las cuentas es uno de los placeres de esta cala. Esperar. Sentir cómo las piedras se van montando unas sobre otras. Notar el agua y las piedras resbalando sobre los tobillos. Cuesta renunciar a eso para avanzar sobre un fondo irregular, complicado, en el que la planta del pie tantea antes de pisar con convicción. Lo mejor es zambullirse de golpe, olvidar el suelo, nadar rumbo al norte entre los brazos que delimitan la cala. Si se acerca el mediodía es un espectáculo bucear mientras el personal del chiringuito arroja al mar los descartes del pescado del día. Decenas de peces se arremolinan buscando la comida fácil. Imposible apartar la vista. Siguiendo las rocas de la izquierda hay un tesoro. Una pequeña gruta. Sólo hay que sumergirse unos segundos para acceder a ella. La oscuridad de la cueva es un alivio para los ojos y la piel llenos de sol. Es fresca. Hay vida. Y todo un mundo por descubrir. Marta Torres | Periodista
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